
Si algo ha conseguido Andor, especialmente en su último arco, es despojar a Star Wars de los filtros de color y la épica edulcorada para mostrarnos la crudeza de una galaxia que sangra en silencio. Tony Gilroy —creador, guionista principal y showrunner— junto a su hermano Dan Gilroy y un brillante equipo de escritores, ha dado forma a una serie que no se esconde: aquí no hay esperanza sin coste, ni rebelión sin trauma. La guerra, como decía Cassian, ya nos la han declarado, y Andor se encarga de que lo sintamos en cada plano, en cada pérdida, en cada traición.
La narrativa de Gilroy abandona el escapismo para abrazar un realismo casi documental. Aquí, el Imperio no es una amenaza lejana; es una maquinaria de represión brutal, con rostros, horarios, burocracia y castigos. No hay escudos deflectores que te protejan del miedo cuando ese miedo es institucional. Y no es casualidad que Tony Gilroy haya sido recientemente elogiado por Craig Mazin —showrunner de la impactante Chernobyl— en una conversación entre titanes de la televisión que saben lo que es narrar el horror desde dentro del sistema.
Más que una serie de ciencia ficción, Andor se convierte por momentos en un relato de terror, una experiencia sofocante que recuerda a metraje de Apocalypse Now. No por la selva, ni por helicópteros disparando a ritmo de Wagner, sino por el descenso al infierno psicológico de personas comunes atrapadas en estructuras inhumanas. Hay episodios que no se ven, se sobreviven. Y es ahí donde Andor gana: en el silencio de una celda, en el eco de unas botas imperiales, en la desesperación de un «¡no hay salida!» que resuena más allá de la pantalla.
Y entonces, uno se pregunta: ¿Cuánto supera la realidad a la ficción? ¿Cuánta barbarie ha sido normalizada con palabras bonitas, con uniformes bien planchados y banderas al viento? ¿Cuánta propaganda ha servido para silenciar conciencias, justificar atrocidades o convertir al verdugo en salvador? Andor nos lanza estas preguntas sin subrayarlas, pero las deja flotando en cada plano. Porque el Imperio no solo reprime con blásters: reprime con normas, con trámites, con miedo institucionalizado. Y detrás de cada acto de violencia hay siempre un despacho que lo aprueba. ¿Cuántas muertes puede tapar un sistema? ¿Cuánto dolor puede enterrar el ser humano… y seguir llamándolo orden?
En este viaje, lo sobrenatural no nos protege. Lo espiritual no nos guía. Aquí no hay Jedis ocultos ni fuerzas místicas que nos iluminen el camino. La figura que nos impone las manos no es una salvadora: es una sospechosa. Nadie viene a redimirte desde las estrellas. De esta muerte lenta solo puede salvarnos una ducha caliente, un cuenco de rancho que no te mate el estómago… y un bláster con la célula bien cargada. Es la rebelión sin esperanza. Y precisamente por eso, tenemos que buscarla. A toda costa. Cueste lo que cueste. Porque necesitamos eso. Necesitamos «Hope».
Y entonces llega Ghorman. Ese nombre que suena casi de fondo, como un detalle más, pero que marca un antes y un después. Porque la masacre de Ghorman no es solo un punto de inflexión: es la chispa que enciende la llama moral de la Rebelión. Es el momento en que Mon Mothma deja de ser senadora para empezar a convertirse en leyenda. Es una herida abierta en la historia de la galaxia. Una pregunta moral sin escapatoria: ¿cuándo es suficiente? ¿Cuándo ya no puedes mirar hacia otro lado?
Y mientras algunos despiertan, otros se derrumban. Dedra Meero, tan fría, tan segura, tan firme en sus informes y estadísticas, se alza en el Consejo Imperial creyendo tener el control… solo para que su alma se desplome con un soplido. Como un castillo hecho con naipes. Un alarde frente a Krennic, una mirada que no aprueba, y todo lo que era se deshace. Y en esa caída, arrastra consigo a su sombra más oscura: Syril Karn.
Porque lo de ellos nunca fue amor. Fue obsesión disfrazada de propósito, una conexión tóxica sellada por la represión y la ambición compartida. Syril, perdido entre la multitud en mitad de la revuelta, se da cuenta —por fin— de que ha estado persiguiendo un fantasma. Que su cruzada personal es solo una excusa para no enfrentarse a su propia mediocridad. Su vendetta es una pantomima. Y ella, el reflejo más cruel de lo que quiso ser. Ese amor manchado se desploma junto a los ideales del Imperio. Porque no ejecutaron solo civiles en Ghorman o Ferrix.
Ejecutaron sus almas.
El uso de la Ciudad de las Artes y las Ciencias de Valencia como sede del Senado es un acierto visual y simbólico tremendo: un lugar bello, moderno, casi utópico, pero convertido aquí en un teatro de la impotencia. Como anillo al dedo.
Andor es guerra, sí, pero también es política, espionaje, cárcel y desobediencia. Es Star Wars sin disfraz. Un relato donde cada personaje, desde Luthen Rael hasta Dedra Meero, representa una pieza de un engranaje implacable que avanza hacia Rogue One… y, por extensión, hacia Una Nueva Esperanza. Y lo hace sin necesidad de nostalgia ni guiños fáciles. Lo hace con verdad.
Y entonces uno piensa en él. En Cassian Andor. ¿Qué le queda ya? Ha sido huérfano. Lo sacaron de su planeta a la fuerza. Su madre adoptiva se convierte en mártir. Ha sido encarcelado injustamente, tiroteado, perseguido, chantajeado. Ha matado y ha sobrevivido. También ha sido víctima, verdugo… y ejecutor. Pero el golpe final no es físico. Es invisible. Llega al final del noveno episodio, cuando le arrebatan lo único que le quedaba: su trozo de cielo. Esa mirada al horizonte que le daba sentido a todo.
Ese fue el momento en que ejecutaron su alma.
Y entonces me vino a la cabeza una frase de Al Pacino en Esencia de mujer que resume perfectamente lo que sentimos los que vimos ese episodio con el corazón encogido:
“No existe prótesis para el alma.”
Y entonces uno piensa… No sé si esto era lo que George Lucas imaginaba cuando veía los viejos seriales de Flash Gordon, soñando con galaxias lejanas y héroes de capa y sable láser. Pero de lo que no cabe duda es que Andor ha convertido ese sueño en una pesadilla lúcida: una que nos recuerda que las verdaderas guerras no siempre se libran en el espacio… sino en los despachos, en las cárceles, en el silencio de los que ya no pueden más.
Conclusión: una historia que duele… y que importa
En nuestro último programa de La Fosa del Rancor, analizamos todo esto y mucho más, anticipando lo que promete ser un final de temporada que nos dejará sin aliento. Porque Andor no solo ha sido una sorpresa. Ha sido una bofetada emocional, una llamada de atención, un “abre los ojos” en clave galáctica.
A mí me ha tocado todos los sentimientos de fan habidos y por haber. Me ha removido las tripas como no me pasaba desde que vi La lista de Schindler siendo un preadolescente. Esa sensación incómoda de preguntarte: ¿Esto ocurrió? ¿Esto podría pasar de verdad?
Andor no es solo una gran serie. Es una historia cruda. Real. Necesaria. Un Star Wars para adultos. Para los que ya hemos visto demasiado… y aún seguimos soñando.
No dejéis de soñar con galaxias lejanas. Y que la Fuerza os acompañe, siempre.
Desde este Blog se han detectado transmisiones de Real Fans de Star Wars. Recuerda ser respetuoso y no escribir spoilers. Que la Fuerza te Acompañe.